Los niños pequeños son maestros espirituales. Tienen una relación directa y clara con Dios que a veces desconcierta a los adultos.
“¿Tienes algo en tu corazón? Yo tengo algo: a Jesús. Está en mi corazón y ocupa todo el espacio”. Con las palabras de un niño, Louis, de 3 años, interroga a su niñera y le cuenta con una sencillez apabullante sobre su fe. Transmitida por sus padres (por eso puede nombrar a “Jesús”, que vive en su corazón), esta fe no deja de ser un testimonio de la vida espiritual de este pequeño que aún no va a la escuela.
Mucho antes de la llamada edad de la razón, los niños se muestran espontáneamente abiertos a la interioridad. “Están conectados al misterio de una manera fabulosa”, explica Anne Ricou, redactora jefe de Pomme d’Apisoleil, una revista para niños de 4 a 8 años.
Pequeños místicos
El padre Olivier Bonnewijn, autor de Petits mystiques [Pequeños místicos], una colección de perlas espirituales para niños, evoca la “frescura de la infancia”, ese “magnífico momento de gratuidad y apertura”. Por eso tenemos que ser tan delicados ante un niño pequeño”, explica. A menudo, vemos a un niño como un adulto en ciernes. Pero cada época tiene su propia perfección y su propia relación con Dios.
Esta relación con el más allá está exenta de pudor y falsa modestia, como demuestra el comentario del pequeño Louis a su niñera, lejos de la reserva que podría mostrar un adulto sobre el tema. “Cuando un niño habla a un adulto de Dios y de la apertura de su corazón, habla de lo esencial con claridad”, explica el padre Thierry Avalle, sacerdote de la diócesis de París, que dedicó su tesis de filosofía al “niño, maestro de la sencillez”.
Esta observación es compartida por el filósofo y editor Jean-Paul Mongin, que dirige talleres de filosofía para niños. “En filosofía, Dios está en todas partes”, dice. “Veo cierta reticencia a hablar de Dios por parte de los adultos, sobre todo de los profesores, que tienen miedo de socavar el laicismo. Pero entre los niños, a menudo pequeños musulmanes, no hay miedo a hablar de Dios”.
La primera infancia es, pues, la edad del asombro perpetuo, “donde todo es nuevo y fuente de asombro”, subraya Jean-Paul Mongin. Este editor de la colección “Les petits Platons” recuerda un taller en el que una niña de cuatro años, a la pregunta de qué podemos saber realmente, respondió: “Lo que sé es que mi madre me quiere”. “Este “cogito” en el amor que ella expresó tiene una dimensión espiritual, aunque no sepamos qué forma de fe puede tomar más adelante”, dice.
¿Cuándo podemos considerar que el niño tiene una vida espiritual propia, o incluso una relación con Dios? “Tan pronto como tenga conciencia”, según el padre Avalle, que menciona la “temprana capacidad de rezar” del niño de forma “muy encarnada”, con la ayuda de velas y canciones.